La misión de
Cristo no fue entendida por la gente de su tiempo. La forma de su venida no era
la que ellos esperaban. El Señor Jesús era el fundamento de todo el sistema
judaico. Su imponente ritual era divinamente ordenado. El propósito de él era
enseñar a la gente que al tiempo prefijado vendría Aquel a quien señalaban esas
ceremonias. Pero los judíos habían exaltado las formas y las ceremonias, y
habían perdido de vista su objeto.
Las tradiciones, las máximas y los estatutos
de los hombres ocultaron de su vista las lecciones que Dios se proponía
transmitirles. Esas máximas y tradiciones llegaron a ser un obstáculo para la
comprensión y práctica de la religión verdadera. Y cuando vino la Realidad, en
la persona de Cristo, no reconocieron en él el cumplimiento de todos sus
símbolos, las sustancia de todas sus sombras. Rechazaron a Cristo, el ser a
quien representaban sus ceremonias, y se aferraron a sus, mismos símbolos e
inútiles ceremonias.
El hijo de Dios había venido, pero ellos continuaban
pidiendo una señal. Al mensaje: "Arrepentíos, que el reino de los cielos
se ha acercado",* contestaron exigiendo un milagro. El Evangelio de
Cristo era un tropezadero para ellos porque demandaban señales en vez de un
Salvador. Esperaban que el Mesías probase sus aseveraciones por poderosos actos
de conquista, para establecer su imperio sobre las ruinas de los imperios
terrenales.
Cristo contestó a esta expectativa con la parábola del sembrador.
No por la fuerza de las armas, no por violentas interposiciones había de
prevalecer el reino de Dios, sino por la implantación de un nuevo principio en
el corazón de los hombres.
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